Queridísima Iglesia del Señor, reunida aquí esta tarde con motivo de la apertura de esta puerta tan deseada durante tantos años (yo recuerdo que fue de las primeras cosas que yo oí recién llegado a Granada: la necesidad de aquella puerta, y de eso hace ya muchos años. Tanto que se ha convertido vuestra parroquia esta tarde en una pequeña catedral de Granada, porque, además, coincide con que comenzamos el año litúrgico y no hay mejor manera de comenzarlo que estando juntos);

la Junta de Gobierno de la Hermandad;
los representantes de la Federación de Cofradías;
miembros de otras Hermandades, que habéis venido a acompañar a vuestros hermanos en esta fiesta tan grande y tan deseada para ellos;
este coro (…) yo digo siempre que la belleza tiene tanto que ver con Dios que no hay belleza posible, de ninguna clase, la de la música es una de las más exquisitas y finas, no hay belleza de ninguna clase que no tenga que ver con Dios. (En la tradición cristiana, aunque eso ahora se haya roto mucho y lo hayamos olvidado, hay una Encíclica de San Juan Pablo II que habla del “esplendor de la verdad”. Santo Tomás decía que la belleza es el esplendor de la verdad; el esplendor del misterio que la verdad, de cualquier realidad, es, y una realidad tan grande como el ser humano, por tanto, la belleza del canto es una singular participación de nuestra humanidad en el misterio insondable de Dios):

Comenzamos el Adviento, que significa “la venida”. La verdad es que cada una de las partes del año litúrgico nos pone ante los ojos un aspecto del Misterio cristiano y cada uno de los aspectos es muy rico. Solemos comenzar la celebración de la Cuaresma, la preparación del Misterio Pascual, también en la Catedral con la imposición de la ceniza, luego el Vía Crucis. Yo sé que el misterio de la fe se inicia con la Encarnación y se consuma en el Misterio Pascual: Calvario, Resurrección y don del Espíritu Santo, que siembra la vida divina en nuestra humanidad.

Pero el Adviento es un tiempo particularmente humano en el que es muy fácil sentirse, reconocerse, desde nuestra propia humanidad, desde nuestra humanidad más humana, porque es el tiempo del deseo, es el tiempo del anhelo de la Salvación. ¿Quién puede decir que no tiene ese anhelo?, ¿quién no anhela ser feliz?, ¿quién no siente en su corazón el deseo de una vida por la que pudiéramos dar gracias, vivir contentos? No porque no suceden cosas. El primer gesto del uso de razón es nuestra conciencia de que somos mortales; de que nuestra vida, aquí, en esta tierra, no es para siempre. Pero es cierto que la felicidad nos conecta de algún modo con la eternidad. Es decir, anhelamos amistades que duren, y si percibimos de entrada que no van a durar, no las consideramos verdaderas, incluso las consideramos despreciables. Estamos hechos para un amor que dure; que dure, que crezca, que crezca siempre, que no canse, que tenga siempre la capacidad de sorprendernos, al que no nos podamos acostumbrar. ¿Y cómo es posible que tengamos ese vínculo con la eternidad si no tenemos experiencia de nada eterno? Por eso digo que es un tiempo tan profundamente humano, porque si hay algo que distingue a nuestra especie de todas las demás es justamente ese anhelo de infinitud, que se expresa de la manera más plena en un anhelo de amor. Pero si no hemos conocido nunca un amor eterno… Recuerdo un ejemplo que solía poner un sacerdote: si no hay nadie que oiga, ¿por qué los hombres gritamos?, ¿por qué grita nuestro corazón?, ¿por qué lloramos? Si tenemos la conciencia de que todo es… (…) hay algo más que la complicación del cerebro, hay algo más en nuestra percepción de la belleza, hay algo más en nuestra percepción del amor y del amor para el que estamos hechos, intuimos que estamos hechos para un amor del que no tenemos experiencia. Ése es todo nuestro drama. Pero eso es, al mismo tiempo, nuestra grandeza. Porque imaginaros lo que sería un mundo en el que renunciásemos a ese drama (…). Tenemos que hacernos tal violencia para no esperar nada realmente y para vivir como quien no espera nada… si es que basta un rostro que se nos ponga delante y nos sonría y de repente se nos abre el corazón. Tendríamos que negarnos, destruirnos a nosotros mismos, sería nuestra destrucción, no seríamos nosotros.

El tiempo de Adviento, el tiempo de la Venida del Señor, es un tiempo profundamente humano, porque es el tiempo del anhelo, del deseo, en el que podemos reconocernos todos (…). No es la Navidad ni Santa Claus ni Papa Noel. Es nuestro anhelo de plenitud. Y lo que caracteriza el hecho del cristiano no es que seamos más buenos que los demás; que cumplamos ciertas normas, ciertas reglas. Lo decía Benedicto XVI en la Encíclica “Dios es Amor”: El cristianismo no consiste en unas grandes ideas, en unas grandes creencias o en una moralidad especial. Consiste en el encuentro con una persona que viene a nosotros y nos dice simplemente que esos anhelos no están destinados a morir en el “bostezo –uso las palabras de otro pensador postmoderno francés-universal- de las estrellas y del universo”. No. Cada una de nuestras vidas proviene de ese amor infinito. Los anhelos que hay en nosotros provienen de ese amor infinito y encuentran su plenitud en ese amor que un día en el centro de nuestra historia, en un lugar muy pequeño, vino a hacerse uno de nosotros, a compartir nuestro camino de la vida. Y desde entonces, todo hombre y toda mujer puede tener la certeza -y eso es ser cristianos, tener la certeza- de que no estamos hechos simplemente para la muerte, de que el Señor ha salido a nuestro encuentro y se ha hecho parte de nosotros, se ha hecho uno con nosotros. Mi vida puede ser muy tortuosa; en mi vida puede haber mil heridas, mil pecados, mil crímenes (…).

Cristo viene a nosotros. Viene a nosotros para devolvernos el significado último de nuestra vida, que no es lo que nosotros seamos capaces de hacer con nuestras fuerzas (que es mucho, podemos hacer muchas cosas y muy bellas, y la vida puede ser mucho más bella que el más bello de los cantos). Pero la belleza de la vida tiene mucho que ver con la certeza de ser amado, con la certeza de haber encontrado a Jesucristo, y no como un recuerdo de algo de hace 2.000 años. La Navidad no es un recuerdo de algo que pasó hace 2.000 años, que es una historia tierna, bonita. Es un acontecimiento en la historia pero que llena de luz la historia entera. Cristo es nuestro contemporáneo y viene a nosotros, y quiere venir a nosotros. Quiere venir a nosotros justamente para que nuestro corazón respire, y para que el corazón de tantos hombres y mujeres (…). Matrimonios, parejas, niños, te los encuentras con tantas heridas de todo tipo, con tanta destrucción en su corazón y en su esperanza. A veces, antes de que hayan empezado a comprender la realidad, a usar bien su razón, ya han visto tanto mal (…).

Dios mío, Tú has venido para que nosotros podamos encontrar que una vida bella es posible; que unas relaciones hermosas, llenas de afecto y de respeto son posibles; que unas relaciones en las que no prevalezca el interés es posibles, no es una utopía, es un regalo tuyo, es una Gracia y basta que abramos nuestro corazón a esa Gracia, basta que abramos nuestro corazón a Ti, realmente, sencillamente, pobremente, para que encontremos la posibilidad de una alegría que permanece a pesar de las dificultades, de las circunstancias, o de las enfermedades, hasta de la muerte.

Abrir nuestro corazón es lo que tenemos que pedirLe al Señor en este Adviento. Que abramos nuestro corazón. Que no lo dejemos pudrirse en los prejuicios, empobrecerse o empequeñecerse. Que lo dejemos respirar, que lo dejemos volar. Que es lo espontáneo. Tenemos que hacernos violencia para renunciar a nuestro anhelos y a nuestros deseos de felicidad, de eternidad, de plenitud. ¿Para qué? Para que cuando celebremos la Navidad podamos darnos cuenta de que estamos celebrando algo absolutamente… no un adorno, no un algo superficial (…), sino algo esencial para nuestra vida, esencial para nuestra alegría, para nuestras relaciones humanas, para que esas relaciones humanas puedan ser unas relaciones de afecto mutuo, de hermandad en el sentido más profundo de la palabra, de afecto lleno de respeto. El afecto es un apegarse en la distancia de quien reconoce lo que es misterioso. El afecto es el apegarse al bien, al misterio, al bien y a la belleza que es la otra persona, pero como algo sagrado. A la belleza que tienen las cosas, porque todas son sagradas, todas provienen del Amor de Dios. Abrir nuestro corazón a esa posibilidad que no nos la fabricamos, que no nos la inventamos; que proclamamos un Hecho sucedido en la historia, cuya verificación está justamente en los millones de santos, en la generación de un pueblo de santos que ha nacido de ese Hecho.

(…)

La fe cristiana no es un añadido a nuestra vida; es algo que necesitamos absolutamente igual que el aire para respirar. Fuera de la fe, ¿es que la gente es peor? No. Hay gente estupenda, a lo mejor mucho mejor que nosotros fuera de la fe. Lo que sucede es que si uno se toma la vida en serio fuera de la fe, la vida es una tragedia. O hay que emborracharse, vivir, y entonces la vida es una comedia. Pero la comedia siempre deja resaca, siempre lo deja a uno insatisfecho con uno mismo.

Igual que abrimos esta tarde esta puerta que abráis vuestro corazón. Que abráis vuestro corazón al Señor, a la Gracia del Señor, y que no penséis que eso es un adorno, o un residuo folclórico, que son nuestras tradiciones y así. No. Es algo indispensable para este Europa de hoy (…).

“Abrid las puertas a Cristo. No temáis”, dijo san Juan Pablo II. Abrimos la puerta por la que van a poder entrar y salir a vuestra iglesia las imágenes de la Lanzada. El Papa Francisco nos dice constantemente que somos una “Iglesia en salida”. Que justo porque el tesoro del que somos portadores, la perla, la gema, el diamante, o la esmeralda que el Señor ha puesto en nuestras manos –y que ninguno merecemos- que es la fe cristiana, la vida, la esperanza que Cristo nos da, y el amor y la alegría con la que nos permite vivir, no es para que la guardemos nosotros en torno a una mesa camilla y nos protejamos, y juzguemos desde ahí a los hombres. Los hombres son todos nuestros hermanos, o hermanos nuestros o hermanos que no saben que lo son, pero da igual, siguen siendo hermanos nuestros. Abrimos las puertas para abrirles nuestros corazones, para abrirles nuestras vidas; que la Iglesia sea un lugar de llegada. La frase es también de san Juan Pablo II: y cualquiera que entre en la iglesia, que cualquier parroquia, cualquier comunidad eclesial, cualquier comunidad cristiana que sea una escuela y una casa de la comunión. El hombre solitario, el hombre harto, el hombre cansado, el hombre que está a punto de tirar la toalla porque ya no sabe qué hacer con su familia, con sus hijos, consigo mismo, con su trabajo, con la vida. Que pueda llegar a una iglesia y si hay alguien en esa iglesia, con una mano tendida. Si hay alguien en esa iglesia, con un amigo que le abre las puertas de su corazón, de su vida, de la comunidad cristiana (…).

Es fácil burlarse de la Navidad, pero por fuera. Por dentro hay un deseo tan profundo en el ser humano de encontrar lo que la Navidad ofrece que me parece un pecado para nosotros conocerlo y no ofrecerlo; conocerlo y no estar deseando compartirlo, compartir ese baile, compartir esa fiesta, esa alegría, con quienes por una razón o por otra, y a veces por culpa nuestra, no tienen acceso a esa esperanza.

Vamos a proclamar nuestra fe. Que el Señor abra nuestro corazones para el Adviento y que abra nuestros corazones a todos los hombres, a todos nuestros hermanos, para que ellos puedan participar también de la fiesta de nuestra Navidad (no el día de la Navidad), de la alegría de haber conocido que nuestros anhelos no se quedan sin respuesta; que nuestros anhelos son anhelos de algo que ya existe, que es la fuente de ellos y la plenitud de ellos en Dios mismo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de diciembre de 2018
Parroquia Ntra. Sra. de los Dolores