Fecha de publicación: 10 de abril de 2020

Mis queridos hermanos;

Celebrar esta liturgia el día de Viernes Santo, oír una vez más el relato de la Pasión, le da a uno la conciencia de que todas las palabras son pequeñas y de que el único gesto, no demasiado inadecuado para responder al relato de la Pasión, es el que hemos hecho al principio de la liturgia o el que hemos hecho cuando se hacía referencia a la muerte de Jesús, en el propio relato de la Pasión: callar, adorar, en silencio, postrarse por tierra (que, por cierto, os invito a que lo podáis hacer en algún momento también en vuestras casas: postrarse por tierra y decir “Señor, qué grande es mi pobreza, qué poco o qué nada tengo que ofrecerTe a Ti y Tú has venido hasta nosotros”). Tú has venido hasta nosotros -como decía la primera Lectura, que es casi una descripción de la Pasión, sólo que hecha seis siglos probablemente antes de Cristo. Tú cargaste con nuestros ultrajes, cargaste con nuestros pecados. Tus heridas nos han curado. ¿Cómo se responde a eso? Yo diría que sólo adorando.

La adoración es un gesto de amor. De sobrecogimiento ante la grandeza de un amor que uno es consciente de no merecer. Adoremos hoy la cruz del Señor. Que lo hagamos sobre todo en nuestro corazón. Yo diría que nos unamos a Jesús de tal manera que las llagas de Su cuerpo, las heridas de Su costado, sean de alguna manera nuestras propias heridas. Y aunque no podemos reproducir en nosotros el dolor y el sufrimiento que a Él le produjeron, pero sí sentirlas como nuestras. Sentir que Tu sufrimiento es nuestro sufrimiento. Y que ese amor Tuyo cambie nuestro corazón. Y en lugar de hacerlo egoísta, centrado en sí mismo, ansioso siempre de ser reconocido o de ser apreciado, o avaro de los bienes de este mundo, que sea también nuestro costado un costado abierto, para los que sufren, para los que mueren, para todos.

No sabemos lo que durará esta circunstancia. Sí que sabemos -y es una obviedad- que va a haber mucho sufrimiento después; que va a haber mucha necesidad. Que el Señor en este Viernes Santo, en esta Semana Santa tan especial y tan única, nos abra a todos el costado; nos abra nuestro corazón, para poder acoger las heridas de los demás. Que nos abra el alma, para que cada una de nuestras almas puedan representar sacramentalmente a Cristo, nuestra cabeza, nuestro Salvador, y así nosotros podamos con el corazón abierto, con el corazón en la mano acoger a todos aquellos que sufren; que sufren sin esperanza; que sufren en el dolor de la soledad, de la falta de compañía, del sinsentido, sobre todo. Porque quien tiene sentido, aunque esté solo, sabe que el Señor está a su lado, que el Señor le toma de la mano y que el Señor le lleva hasta el Reino de su Padre. Ese Reino que Pilato no entendía y que nosotros hemos cantado, como un Reino que no es de este mundo, que no por eso deja de ser el Reino verdadero, el reino de Dios, donde hay sitio para todos los hijos de Dios, para todas las criaturas que hemos sido redimidas por la Sangre, por el Amor de Cristo.

Que nos abra el Señor el corazón. Que adoremos la cruz. Y que, adorando la cruz, Él cambie nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Y que ese corazón quede ahí para acoger al hombre herido, para acoger al hombre que sufre, para acoger al hombre, para acoger al hombre triste, por sus pecados o por su soledad.

Todos somos igualmente amados por el Señor. Y hasta si nos tomamos el Evangelio en serio, aquella oveja que se perdió era más amada porque el Señor dejó a las noventa y nueve en el desierto y se fue detrás de ella a buscarla. Y sus muchos pecados han sido perdonados y por eso muestra mucho amor. Pero, al que poco se le perdona, poco ama. Ha venido el Señor en busca de nosotros. Y los más necesitados, los más pobres, los más lejanos, los más carentes de esperanza y de amor son los más queridos del Señor.

Que el Señor cambie nuestro corazón para que también nuestros corazones participen de los sentimientos de Cristo, que no retuvo el Ser igual a Dios; que tomó la condición de esclavo y Se entregó. Y Se entregó hasta la muerte. Se vació de Sí mismo entregándose hasta la muerte y una muerte de cruz. Y por eso, dos mil años después, nosotros seguimos proclamando la Gloria de Cristo, experimentando su Gracia, dándonos cuenta cómo cambia la vida y pidiéndole al Señor que todos podamos participar de la misma alegría, del mismo gozo de sabernos hijos de Dios, redimidos al precio, inefable, pero al precio de la Sangre de Cristo.

Y si no tenemos fuerza para pedirLe al Señor esa identificación, acudamos a nuestra Madre, acudamos a la Virgen, que nos proteja Su manto; que nos consuele ver su dolor, que vea en nosotros a su Hijo también como a Juan, y que abra nuestros corazones para que sean, en este momento de la Historia, de nuestra geografía, en este lugar, ser signos verdaderos de Cristo, el Hijo de la Virgen, el Cordero inmaculado, el Redentor de toda la humanidad.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de abril de 2020
S. I Catedral de Granada

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