Fecha de publicación: 2 de febrero de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos capitulares, sacerdotes concelebrantes, seminaristas;
excelentísimas autoridades municipales, militares;
queridos hermanos y amigos todos:

Un año más, el día de San Cecilio nos reúne sobre todo para una cosa; para dar gracias por el don de la fe que muy tempranamente vino a la ciudad de Granada y a la región de Granada. Independientemente de todos los aditamentos que la leyenda pueda haber ido añadiendo a la figura de San Cecilio, lo cierto es que Granada fue uno de los lugares tempranos donde se estableció la Iglesia en los primeros siglos. Probablemente antes de finales del siglo I.

El hecho de que el Concilio de Elvira todavía antes de la paz de Constantino, y de la conversión de Constantino, se celebrase en Granada con la participación de ochenta obispos, un buen número de ellos de la bética y del resto de España, indica la expansión muy temprana del cristianismo en nuestras tierras. No hubiera podido darse eso y es el primer Concilio del que tenemos los textos que la Iglesia ha conservado antes incluso que el Concilio ecuménico de Nicea, que fue en el 325, y el Concilio de Elvira que tuvo lugar en el 304 o así. No hay una certeza absoluta, pero se conservan las firmas, las actas, se hicieron cientos y miles de copias a lo largo de los siglos ese Concilio, incluso con los nombres de los firmantes. Por cierto, que el firmante principal era el obispo de Córdoba, que era hasta la capital de la provincia romana bética en aquel momento y que sería también después el moderador del Concilio de Nicea, una figura verdaderamente eminente de la Iglesia antigua y de nuestras tierras.

Nos reunimos para dar gracias por el don de la fe y las damos sin ningún tipo de vergüenza, de timidez. No ha sucedido en la historia humana nada tan bello ni tan hermoso, ni tan plenamente humano como el Acontecimiento de Cristo que abre a la humanidad a un destino eterno. Que, además, es un destino de amor. Nos descubre nuestro Señor que el secreto último de nuestras vidas es justamente gastarlas por amor, darlas por amor, contribuir a que el amor haga la experiencia de vivir en el mundo. Una experiencia más ricamente humana, más exquisita, más buena, más capaz de hacernos dar gracias por el don que supone la vida. Soy perfectamente consciente, os lo imagináis, que veinte siglos de Iglesia acumulan sobre ese Acontecimiento de Cristo un montón de adornos, de aditamentos, de cosas, unas más importantes, otras menos, unas más valiosas, otras menos, y que a veces lo acumulado es tan bello o puede ser tan grandioso que nos puede distraer de la esencia del hecho cristiano.

Y luego hay otra cosa que nos distrae todavía más si no que nos escandaliza y es que en la historia de la Iglesia todos podemos señalar pecados, miserias, torpezas, estupideces que hemos hecho los cristianos, o que hemos hechos los pastores, sin duda ninguna. Decía mi buen amigo Bernanos, quien me ha alimentado mucho a lo largo de mi vida, que en la Iglesia se encuentran los mismos defectos y los mismos límites que se encuentran en cualquier grupo humano. Pero hay una sola cosa que no se encuentra en la Iglesia y que no se encuentra normalmente en los grupos humanos y es un pueblo en el que siempre sobreabundan los santos. Y es verdad.

Uno puede señalar con el dedo todas las miserias que queráis y, sin embargo, somos un pueblo de santos, somos hijos de un pueblo de santos, que a veces eran grandes pecadores al mismo tiempo, que han sabido perdonar, que han sabido reorientar su vida, que han sabido suplicar al Señor que no les abandonará y el Señor no los ha abandonado.

Un padre que acababa de perder a un hijo de ocho o nueve años, podía decir con tranquilidad al día siguiente de su muerte “estoy en paz, estamos en paz en casa. Porque mi hijo ha pasado de mis rodillas a las rodillas del Señor, directamente”. Y poder decir eso es que no hay empresa en la que eso se pueda comprar. Es más, no se puede comprar, y si alguien los vende; si nosotros mismos llegáramos a vender eso, estaríamos profanando aquello que hemos recibido nosotros gratis de ese pueblo cristiano. Porque el amor y la gratuidad es lo mismo. El amor sólo puede darse, derrocharse, como lo ha derrochado el Señor en la creación y en la Encarnación de Su Hijo. Un amor que se entrega hasta la muerte, que se da con fatigas, sin fatigas, en días buenos, días malos, con días de gozo, pero que permanece. ¿Cómo creéis que yo como cristiano no dé gracias por serlo? El árbol bueno da buenos frutos.

Ayer yo celebraba el funeral también de un sacerdote al que seguramente muchos de vosotros conocéis porque conocéis sus producciones musicales: los musicales del Grupo ARAL, Arte Alternativo. Y la comunidad de jóvenes y adultos que siempre han producido esas obras de teatro (…) uno veía ese pueblo cristiano llorando de dolor porque había sido una muerte absolutamente inesperada y repentina, y de un hombre joven, y al mismo tiempo lleno de fe y de esperanza. Y Señor, esto no lo sabemos fabricar los hombres.

Celebrar el comienzo de nuestra fe en nuestras tierras es recordar, al mismo tiempo, la promesa que hizo el Señor al final del Evangelio y que yo repito todos los años. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. No temáis. Hay momentos en los que parece que la Iglesia vive situaciones de implosión, las hemos vivido muchas veces a lo largo de nuestra historia. Pero esas situaciones de implosión son las que hacen suscitar de una manera más transparente el poder salvador de Dios y la gracia de Dios. ¿Por qué? Porque entonces no se puede confundir que la permanencia de la fe y de la Iglesia es obra de los cálculos humanos, o de las ventajas humanas, o de los privilegios humanos. Al contrario, son esas ventajas, privilegios y cálculos humanos los que con frecuencia dañan a la Iglesia y nos estropean. Y en cambio, cuando no tenemos otra cosa que ofrecer que la vida que Jesucristo nos da, que es la esperanza, la fe y la caridad, que es la vida nueva que hace al hombre nuevo, que hace al hombre cristiano; cuando no tenemos más que eso que ofrecer, nuestro anuncio es inequívoco, entonces se hace patente que lo que, sin mérito de ninguna clase, nos ha regalado el Señor es el tesoro y el secreto de la esperanza de la humanidad.

En un mundo donde parece que todo nos invita a perder la esperanza, que todo nos invita a considerar el futuro como algo más bien oscuro, inhumano. No. La humanidad, la fe, el cristianismo empieza en cada uno de nosotros en cuanto acogemos el don de Cristo y Le dejamos que sea la luz y la guía de nuestra vida.

Mis queridos hermanos, demos gracias por el don de la fe, que consideremos esa fe y el núcleo de esa fe, que es el amor infinito de Dios que se nos da a cada uno y a todos lo hombres, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, justos y pecadores. Una de las lecturas de las fiestas de los mártires dice: “Si somos infieles, Dios es fiel, Su amor es fiel y no puede negarse a Sí mismo”. Dios no puede dejar de querernos. Sobre eso podemos edificar una casa, una ciudad, una vida de hombres y mujeres libres, hermosa, cuya ley sea, efectivamente, el deseo del bien de los demás, el amor de los demás y no otra cosa. La Lectura de San Pablo iba dirigida a un pastor. Ojalá pudiera decir yo como le decía Pablo a su discípulo, quiero gastarme, os quiero dar no sólo la Palabra de Dios, sino mi propia vida, para que vosotros conozcáis el tesoro de esperanza que hay en Cristo.

Que el Señor nos conceda a todos vivir nuestra vocación con mucha alegría. El Señor una vez que explicó para qué había venido dijo “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud” (…). El Señor ha venido para que estemos contentos. Cuando estamos contentos nos portamos mejor. Cuando somos amados y bien amados somos capaces de querer a los demás. Cuando no somos queridos es cuando desconfiamos de todo el mundo. El Señor ha venido para que estemos contentos, porque Dios no ama, porque Dios es Amor y porque nos ha entregado Su Amor. Y porque hay un depósito infinito de amor al que podemos recurrir siempre, nunca está seco, nunca falta misericordia para ser abrazado por esa misericordia, por ese amor infinito con el que cada uno de nosotros, todos, somos amados. Como no vamos a dar gracias por eso, como no vamos a darnos cuenta de que en el mundo actual no hay propuesta más sabia, más adecuada al corazón del hombre, de lo que más tendríamos necesidad (…)

Abramos nuestro corazón, vidas e inteligencia a ese Amor que necesitamos para respirar, para vivir, para ser capaces de hacer obras buenas, para ser capaces de hacer cosas heroicas si se nos da el don de hacerlas. Y entonces, será fácil dar gracias por la vida que es, probablemente, lo más difícil para el hombre de nuestro tiempo. Hacemos mil cosas pero estar contentos y dar gracias porque estamos vivos, por la vida, por la luz del sol, por los pájaros, por tu rostro que hoy está triste pero que siempre será una ventana al rostro infinito de Dios, no hay nada tan bello como el rostro humano (…)

Hay una inteligencia y un corazón inmenso que sólo explica nuestra necesidad de ser amados y nuestra capacidad de amar más allá de nuestros intereses. Que el Señor nos conceda vivir y defender esto, no como se defiende una ideología. En el momento que hacemos del cristianismo una ideología estamos perdidos. También los hemos destrozado. No. Sólo hay una manera de defender el cristianismo que es la de los mártires. Es que los hombres puedan reconocer en mi cara algo de ese Amor cuando yo te miro a los ojos. Y eso todos, todos lo podemos hacer. Y se trata de hacerlo en nuestras casas, y en nuestras calles, en el autobús…

Vamos a profesar nuestra fe y que el Señor nos conceda caminar por estos caminos que son caminos de humanidad, y de bien verdadero, y bellos, bellísimos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2020
Abadía del Sacromonte (Granada)